Puede
que no fuese la más inteligente, ni la más aplicada. Pero tenía algo de lo que
todos los demás carecían. No por ello se sobrevaloraba, ni mucho menos
menospreciaba a alguien, sino que se sentía segura con su pequeño secreto.
Devoraba libros y sentía canciones, veía la música y probaba las letras. Notaba
ese dulce regusto que dejaba la letra “c” en sus labios cada vez que leía,
sentía el olor del mar cuando escuchaba su voz. Sinestesia dirán algunos,
imaginación dirán otros. Puede que nunca te hayas fijado en ella, pero siempre
ha estado ahí, sólo que suele pasar desapercibida. Hay que fijarse mucho para
encontrarla, se hunde en sus abrigos, resbala en su silla, desaparece cuando
ella cree necesario y es silenciosa a gritos. ¿Silenciosa a gritos? Eso es
imposible, pensarás. Nada es imposible, me dijeron una vez, pero dejando mis
recuerdos a un lado, sí, ella era así. Podía estar hablando contigo horas y
horas de temas interesantes pero el momento en el que intentabas recordar quién
te había contado aquello, recordabas la cara de todas las personas que conocías
excepto la suya. Hacía ruido, pecaba de participativa y aún así era invisible.
Una de esas chicas caparazón, sí, esa es la forma correcta de llamarla, que se
protegían de todo temiendo algo que aparentemente no existía.
Tardé
mi tiempo en percatarme de cómo era realmente y que toda aquella fachada de
“chica mediocre” no era más que eso, una fachada. Necesitaba derrumbar aquel
muro y pulirla. Podría decirse que tenía complejo de buen samaritano, pero mis
intenciones distaban mucho de las de aquel personaje. Mis motivos eran mucho
más egoístas, quería saber cómo era en realidad, porque jamás se me había
pasado alguien por alto hasta que supe de su existencia. Al principio me
pareció una más, pero no lo fue.