Era un sábado por la mañana, normal como cualquier otro. La
luz entraba por las ventanas iluminando todo el salón de paredes blancas, yo
barría al ritmo del álbum blanco de los Beatles cuando el timbre sonó. Dejé la
escoba apoyada sobre la pared, apagué la música y me dirigí a abrir la puerta.
Para mi sorpresa encontré a un niño de no más de seis años, pero antes de que
pudiese articular palabra él comenzó a hablar:
— ¿Es
usted la señorita Flannery Hayes? — parpadeé repetidamente confundida mientras
el chico esperaba una respuesta.
—
Eh, sí, soy yo.
El chiquillo de cabellos dorados ensortijados me entregó una
carta y se autoinvitó al interior de mi casa mientras recitaba casi de memoria:
—
Soy el cartero de sonrisas extraviadas y mi
labor es hacer llegar las sonrisas que no se recibieron en su momento. Solemos
ser muy eficaces en nuestro trabajo pero su sonrisa nos ha llevado casi cinco
años. Bueno, no es su sonrisa—enfatizó aquel “su” seguido de una risa nerviosa—,
sino de aquel caballero, pero era para usted— se sentó en mi sofá.
¿Qué era un cartero de
sonrisas extraviadas? ¿Aquello era una broma y el niño intentaba saltarse un
día de clase? Llevaba un pequeño uniforme azul marino con una gorra a juego, y
el escudo de lo que parecía su empresa bordado en el bolsillo derecho de la
chaqueta.
Yo aún permanecía en la puerta intentando asimilar todo lo que
acababa de ocurrir. La cerré y me senté en el sillón situado al lado del sofá.
Fruncí el ceño pensativa y pasé la lengua por mis labios, ¿cómo podían mandar a
trabajar a niños tan pequeños? Seguro que aquello no era legal, debía llamar a
sus padres. O a lo mejor era un niño con demasiada imaginación que se había
fugado de casa y estaba jugando.
— ¿Cómo
decías que te llamabas?
— No
lo he dicho señorita Hayes, discúlpeme— se ruborizó —. Soy Gabriel, y como ya
le he dicho soy cartero de sonrisas extraviadas.
—
¿Tus padres saben que estás aquí, Gabriel?
Estaba preocupada por el niño, ¿sus padres le estarían
buscando? Si yo fuese su madre estaría muy preocupada, no era habitual que un
chiquillo de aquella edad entrase a casa de gente desconocida diciendo que era
cartero. Pero él simplemente se rió.
— No señorita, ya le he dicho que soy cartero de sonrisas
extraviadas, venía a darle la suya — me tendió un sobre—. Y como ya le he
mencionado, esta sonrisa en especial nos ha dado mucho trabajo, llevábamos
cinco años siguiéndole la pista.