Nada me
convencía aquella noche de primavera. Escribía, borraba, volvía a escribir y
volvía a borrar, y así pasaba la tarde. Había perdido aquel pequeño don sin
desarrollar de la escritura, y me odiaba por ello. Me había prometido hacía
años que no iba a dejar de escribir, pero lo había hecho. Revisaba las fichas
de todos los personajes que había ido creando hasta que un nombre captó toda mi
atención: “Astoria”. Sonreí ampliamente, ahí estaba ella.
Si
escribís comprenderéis cómo me sentí.
Hay personajes que no desaparecen nunca de tu cabeza, se convierten en una
pequeña parte de ti y cuando se empolvan en la memoria algo se adormece en
tu interior. Astoria era mi niña. Era el fuego de mis enfados, era mis
ganas de correr bajo la lluvia, mis pies descalzos bailando una mañana de domingo
por el salón, el brillo en mi mirada y la melodía en mi risa. Quizá no era mi
mejor personaje, y no estaba del todo pulida, ni tan siquiera tenía historia, pero
significaba mucho para mí.
Aquella
noche Astoria volvió a jugar en mis sueños y me pedía ir a cazar fugaces,
retomarla, jugar con ella y ayudarle a capturar todos los dragones del reino.
Estaba enfadada pero lo disimulaba muy bien, sabía que si yo no la desempolvaba
su reino sería abrasado por el fuego de dragón.

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